miércoles, 21 de enero de 2015

Una noche en el hospital






Al despertar sobre aquella cama en el hospital, lo primero que vino a mi mente fue el coche rojo apareciendo de súbito en la esquina, y mi moto chocando y estallando en llamas cerca de un poste de la luz. Recordé las interminables volteretas en el aire y finalmente el doloroso choque contra el asfalto mojado. Luego, la oscuridad.
Me incorporé de la cama y miré hacia los pies. Esperaba encontrar mi cuerpo cubierto de yeso, pero me sorprendió descubrir que ni siquiera tenía una escayola en el brazo. Había salido milagrosamente ileso del accidente, y apenas si me dolía la cabeza, aunque me sentía más mareado que otra cosa. Giré la vista hacia la ventana; pese a que las celosías estaban cerradas supuse que debía ser de noche, porque el hospital estaba en calma y no se escuchaba el bullicio habitual de un sanatorio durante las horas diurnas.
-Parece que fue un accidente con suerte- dijo una voz a mi derecha. Miré en esa dirección, y vi a un anciano recostado en la cama vecina, que leía un libro. Le dije que sí, que probablemente así había sido, y luego le pregunté si sabía cómo llamar a las enfermeras.
-Tiene un timbre ahí al costado- dijo el viejo, con gestos sorprendidos-. ¿Acaso le duele algo?
-No, pero tengo sed. Mucha sed. ¿Hace mucho que estoy aquí?
-No tengo idea, amigo. A mí me trajeron esta mañana, y usted ya estaba en la sala.
Toqué timbre varias veces, pero la enfermera nunca apareció. De verdad me moría de sed, así que me levanté y me metí al baño y tomé agua del grifo. Cuando regresé, el viejo parecía dormido y su cuerpo flotaba, como un globo, a unos cuarenta centímetros de la cama. Comenzó a convulsionar, y cuando abrió los ojos vi que los tenía en sangre y su rostro hacía muecas de dolor o sufrimiento. Salí de la habitación y cerré la puerta detrás de mí, con el corazón enloquecido en mi pecho. En ese momento, por el largo pasillo del pabellón, un paciente caminaba apoyado en un trípode. Tenía la bata abierta y había cosas que se movían en su espalda; volteó para mirarme, y su rostro era un cráneo sin ojos. Corrí en dirección opuesta y me encontré con la sala de enfermeras al final del pasillo. No había nadie allí, aunque me llamó la atención que el lugar estuviese tan sucio y desordenado, como si no se usara durante años. Algunos azulejos habían caído de las paredes y el mueble del escritorio estaba cubierto de polvo y de trozos de mampostería desprendidos del techo. Ante mi desconcertada mirada, el lugar se fue haciendo más y más vetusto, las paredes se fueron cubriendo de moho, las luces del techo titilaron y luego se apagaron, más trozos de mampostería cayeron y algunos vidrios de los ventanales estallaron hacia adentro con un estridente chirrido. Seguí corriendo y me encontré con una escalera: la bajé a toda prisa mientras percibía que el hospital entero temblaba sobre sus cimientos, como si fuera a desplomarse de un momento a otro. Finalmente encontré la salida y me abalancé sobre ella. Corrí unos metros en la noche y luego me detuve y miré hacia atrás, pero mi sorpresa fue completa al descubrir que allí no había ningún hospital, sólo un terreno cubierto de pastizales tan altos como hombres.
Caminé unos pasos por la calle desierta, sin saber qué hacer. Enseguida me encontré con el vigilante del barrio que refugiado en su garita trataba de encender un cigarrillo.
-Hombre, no sabe lo que acabo de ver- le dije con voz temblorosa. El vigilante no me prestó atención, por lo que seguí caminando. Dos cuadras más adelante me topé con un grupo de personas reunido en la calle. Cuando me arrimé vi el coche rojo destrozado, y mi motocicleta hecha un amasijo de hierros retorcidos en la acera. Había un cuerpo inerte sobre una camilla, bañado por las luces intermitentes de la ambulancia. Me acerqué a tiempo para contemplar mi rostro ensangrentado y desfigurado, los ojos ya sin vida, antes de que uno de los paramédicos lo cubriera con una sábana. 

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